POKER DE FOTOGRAMAS (II)
Guy Ritchie es director de una sola película. Esto se dice de muchos directores y cineastas, en particular en el caso de Woody Allen, sobre el que decir que lleva rodando la misma película toda la vida es tan tópico como falso. Pero resulta que, en lo que a Ritchie respecta, es una afirmación de lo más ajustada. Aguardando con algo más que escepticismo su proyecto de Sherlock Holmes, cuyas primeras imágenes han de indignar a los buenos seguidores del detective, tanto por la, a priori, pésima elección del casting (Robert Downey Jr. como Holmes y Jude Law como Watson), como por algunas de las situaciones y de las estéticas que muestran las primeras imágenes disponibles, lo cierto es que las tres únicas películas de Ritchie más conocidas y mejor valoradas por crítica y público (la que nos ocupa, Snatch, cerdos y diamantes y RocknRolla) son auténticos clones, fotocopias unas de otras. Una fórmula, inspirada en la moda impuesta en los noventa por el cine de Tarantino, salpicada de algunas notas de costumbrismo y también de típica ironía inglesa pasada por un filtro de lenguaje grueso que funciona y en la que se siente como pez en el agua, nada que ver, afortunadamente, con sus infumables trabajos con su antigua esposa, la pseudo-cantante Madonna, pero que de repetida, va perdiendo fuelle.
En su celebrado debut, Ritchie nos introduce ya en su universo favorito: los sórdidos bajos fondos de Londres, un mundo de gángsters de toda condición, de corredores de apuestas, de jugadores de poker y tipos duros, de matones a sueldo, de esbirros y gorilas, de mujeres imponentes y de carácter, de mucho dinero y de muchos ávidos por conseguirlo. En ese ambiente, Eddie (Nick Moran), un joven jugador de cartas con antiguos problemas de ludopatía, convence a tres amigos suyos (Jason Flemyng, Dexter Fletcher y Jason Statham, en lo que supuso el lanzamiento de su carrera como duro del cine de acción) para poner en común sus ahorros y participar en la gran partida de poker organizada por Harry “El Hacha”, un mafioso del barrio que tiene negocios con los más importantes tiburones del crimen organizado británico. La partida está amañada y Eddie y sus amigos no sólo pierden todo el dinero sino que acumulan una deuda desorbitada que deben pagar en una semana, con sus vidas y el local de copas de su padre como aval. La única solución consiste en asaltar el floreciente negocio de tráfico de marihuana de unos chicos del barrio y llevarse sus cuantiosos ingresos, pero el intrépido cuarteto no sabe que todos ellos, gángsters y traficantes, deudores y matones, cobradores y rufianes, forman parte de un intrincado juego de deudas pendientes, relaciones subterráneas, tratos que no se cumplen y traiciones por interés, en el que las ambiciones de todos se encuentran entrelazadas y son origen y fin de problemas, encontronazos y no pocos disparos.
Ritchie parte así de un clásico, la cadena de acontecimientos violentos originada como consecuencias de deudas de juego impagadas, el sempiterno conflicto entre quien debe dinero, el acreedor, casi siempre un mafioso o un hombre de negocios turbios, y los gañanes que le hacen a éste el trabajo sucio de sacarle los cuartos a quien no los tiene o cobrarse en rotura de huesos y quién sabe qué más. La partida de poker trucada es así el detonante de una hora y tres cuartos de película a pesar de ocupar muy escasos minutos de ella, centrados principalmente en el planteamiento, la reunión del dinero, la –demasiado fácil- manera de introducirse en una partida de categoría y la partida propiamente dicha, aunque luego la cuestión del juego quede aparcada a favor de la lucha entre bandas a través de la reclamación de la deuda y el rocambolesco y dificultoso modo escogido para pagarla. Bien rodada, la escena de la partida de poker concentra todo el interés de la primera parte de la película, pero algo falla para que termine siendo la mejor de la misma: como siempre el destino depende de una carta, pero Ritchie, haciendo que el espectador conozca el trucaje de la partida con antelación, le resta fuerza y poder a una escena que se sostendría por sí sola y adquiriría mayor dimensión en su transcurso si el público no supiera el resultado de antemano: ciertamente, al haber informado al público, en la escena no hay suspense alguno; lo malo es que tampoco hay sorpresa. Y una escena de cartas a vida o muerte sin suspense y sin sorpresa… Si eso añadimos que Ritchie quizá abusa, como es habitual en el director, del tono y la puesta en escena videocliperos, alejándose, por tanto, de los clímax clásicos asociados tradicionalmente a estas escenas, nos encontramos con uno de los grandes defectos del director: que la fachada superficial de sus películas, atractiva y tentadora, oculta muy poco debajo.
A partir de ahí, la excesiva articulación de perspectivas y puntos de vista, el ritmo endiablado que en ningún momento decae, la magnífica banda sonora repleta de clásicos y de temazos luego convertidos en canciones de éxito, consiguen camuflar para la mayor parte del público lo plano de una historia que precisa de gran complejidad visual y narrativa para resultar interesante o novedosa, una trama que no carece de inconsistencias y giros tan forzados como increíbles, pero que prácticamente pasan desapercibidos bajo la sucesión de enloquecidos acontecimientos, presentados con gran corrección formal, un sentido del humor que oscila entre la ironía y la comicidad más burda (que acude demasiado al verbo malsonante), una estupenda fotografía y, sobre todo, una labor de montaje para nota.
Guy Ritchie consigue así algo que es propio de los grandes maestros: agradar al público, no dando lo que pide (al menos en su primer trabajo), sino arrastrándolo a su terreno para sorprenderlo, sacudirlo y terminar ganándoselo. Pero, mirándolo en el espejo de los grandes maestros o de aquellos a quienes insiste en emular permanentemente, Ritchie no lo hace a través de unas historias sólidas y convincentes, con personajes profundos o con una carga emotiva o reflexiva importante al estilo del mejor Scorsese del cine de gángsters, sino con ritmo, música, coartadas narrativas, mezcla de violencia y humor y ligereza argumental, al estilo del mejor Tarantino. Con todo, el triplete de Ritchie es lo mejor de su obra, y por lo que se ve en el horizonte, así va a seguir siendo por mucho tiempo. Eso sí, para pasar de director a cineasta tendrá que inventarse algo más que versiones desquiciadas de clásicos de la literatura y cine de pandillas mamporreras.
Post realizado con la colaboración de pokerlistings, una de las mejores páginas de poker online